Entrevista
(Buenos Aires, 1971).
Cursó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires.
Es poeta, narrador, traductor y crítico.
Sus colaboraciones aparecieron en distintas publicaciones del medio como
Radar libros (“Página/12”), el suplemento Cultura y ADN del periódico “La
Nación”, las revistas “Diario de poesía”, “Hablar de poesía”, “Otra
parte”, “La estafeta del viento”, “Cuadernos hispanoamericanos”, entre otras.
Como traductor, participó en el volumen colectivo Ian Curtis.
Reversiones, y junto a Daniela Camozzi, publicó Cancion de cuna y otros
poemas de Joseph Brodsky (2009).
Publicó Juegos Apolíneos (1998); Rígida
Nieve (2000); El paseo del ciclista (2001), Máquina
de trinar (2007), Nostalgia y otros poemas. Antología personal (2011)
y El oído del poema (2011). Este último ha sido galardonado
con el “Primer Premio de Ensayo” del Fondo Nacional de las Artes, Argentina,
2010.
Actualmente, dirige un sello editorial independiente de poesía y ensayo
literario: Huesos de jibia.
*
¿Cuándo comenzó a escribir? ¿Cómo fue su descubrimiento de la poesía?
Bueno, en la escuela primaria ya escribía mis cositas; me destacaba un
poco por eso, por cierta destreza para las composiciones literarias, cierta
facilidad para el manejo del lenguaje escrito, aunque no para el aprendizaje
ortodoxo de la lengua, ni el aprendizaje de ninguna materia, en realidad. Me
gustaba un poco la biología, y trabajar en una pequeña huerta que había en mi
escuela. Me gustaba mucho estar en la calle. En todo lo demás, era bastante
nulo, anodino o inútil. De hecho, fui diagnosticado prematuramente como un caso
de “abulia convulsiva” (sic). Solía pasar de la apatía total a un estado de
exacerbación violenta o febril, sin solución de continuidad. ¡Insoportable!
Quien hizo el diagnóstico fue la señorita Norma, que supuestamente me apreciaba
mucho, y que era la encargada de dar las materias de lengua y literatura. Una
mujer encantadora, hermosa, tocaba el piano y cantaba muy bien. Era un poco
depresiva o melancólica. En parte, creo que su diagnóstico fue una proyección
de su propio temperamento en el mío, aunque algo de razón tenía, ya que siempre
fui bastante ocioso e imaginativo, un atorrante –como me decía la abuela–,
un vago de vocación, incluso para escribir. Me cuesta mucho sentarme a
escribir, doy muchas vueltas antes de hacerlo, y al final lo hago, pero un poco
a regañadientes, como si fuese en contra de mi verdadera naturaleza, que es el
ocio, el sueño y la fantasía. Todo esto, claro, da muy bien con el patrón abúlico
que me infringió la señorita Norma, y puede desembocar fácilmente en una
depresión profunda, por lo cual tengo que mantenerme alerta, ya que desde
siempre estuve bordeando un poco esa cornisa de la depresión, aunque nunca
llegué a hundirme del todo.
Pero el verdadero descubrimiento de la poesía, el primer encuentro o
choque con el estado poético, lo tuve al dejar la infancia, en la primera
adolescencia. Suele decirse que los chicos son poetas en estado natural, lo
cual me parece totalmente cierto, pero yo creo que el descubrimiento de la
poesía ocurre en la adolescencia, cuando uno empieza a cuestionarse todo lo que
le han enseñado, cuando empieza a buscarse a sí mismo y a tratar de expresarse,
en fin, cuando se vive del modo más intenso y en un plano más consciente. Es
más, creo que la poesía no es otra cosa que un epifenómeno de la adolescencia,
una síntesis de ese máximo punto de combustión (y de intoxicación) que alcanzan
el alma y la carne, al dejar atrás el paraíso de la infancia y confrontarse con
el mundo real. Por eso, Rimbaud es una figura esencial, el gran guía, el piloto
sagrado, porque logró lo imposible: escribir y vivir en sincronía con ese
momento absoluto, logró –como él mismo decía— conjugar y encarnar el verbo
absoluto, “el verbo accesible a todos los sentidos.”
Yo descubrí a Rimbaud más o menos por la misma época en que empecé la
secundaria. Un día, hurgando en una librería de Morón (una localidad perdida en
el gran conurbano bonaerense, donde nací y pasé toda mi
adolescencia), una librería que se llamaba Río Nocturno (creo que aún existe) y
que se especializaba sobre todo en textos escolares y bestsellers, di por
casualidad con las Iluminaciones y la Temporada.
Me acuerdo que ambos libros estaban sin tocar, perdidos y apretujados en un estante
de textos esotéricos, de autoayuda o algo así. Era la edición de esta editorial
mexicana, “La Nave de los Locos”… Venía con ese dibujito en la tapa de Rimbaud
con sombrero de copa, fumando en pipa y caminando a grandes zancadas, un dibujo
muy lindo de Verlaine. Leí la primera página de las Iluminaciones;
todavía me acuerdo, como si fuera hoy, del impacto que me produjo ese chorro
vertiginoso de imágenes tan extrañas, tan bíblicas, tan límpidas y a la vez…
(¿cómo decirlo) tan abyectas: la liebre rezando después del diluvio, los niños
de luto mirando las “maravillosas imágenes”, el matadero y el circo, las calles
sucias, el piano de Madame X en los Alpes… Fue un flechazo, me enamoré de esos
libritos, me los metí en el bolsillo y me los robé sin pensarlo un segundo. Los
llevaba conmigo a todas partes, incluso llegué a estudiarlos en francés con un
profesor de la secundaria (yo tuve francés los cinco años del bachillerato, en
esa época se estudiaba todavía francés e italiano, no sólo inglés)… Con este
profesor, descubrí también a Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Laforgue,
Lautrémont… en fin toda la alta escuela de estudios de los maudits.
¿Se considera un escritor maldito?
[Risas]... Bueno, ese cóctel de lecturas deja graves secuelas en un
adolescente, para qué negarlo. Pero “maldito” es en la actualidad una categoría
un poco de cotillón ¿no? Viene en la misma bolsa que todo el confeti más o
menos esnob que podés adquirir en cualquier librería, o bajarte a tu lectora de e-books.
¿Quién es hoy un escritor maldito? ¿Salman Rushdie? ¿Chuck Palahniuk? ¿Fogwill?
En su momento, a Sábato también se lo consideró un escritor maldito, sólo por
haber escrito sobre los ciegos, por ser misógino, apocalíptico y antiperonista,
y por pintar unos cuadros expresionistas horribles… Michael Ende (por decir
algo) era mucho más maldito que Sábato. Y ni qué hablar de Lewis Carroll y de
Bugs Bunny y de Caperucita Roja.
¿Pero cómo ser maldito hoy? ¿Te podés imaginar a Rimbaud sentado en un
starbucks, twitteando con sus fans de la red y recomendando la nueva novela de
Pérez Reverte o el último premio Herralde? La globalización acabó con muchas
cosas, entre ellas una muy importante para la literatura: la dimensión
transgresora, la posibilidad de patear el tablero, de escandalizar a las buenas
conciencias burguesas; hoy ya no existen las buenas conciencias burguesas, sólo
hay tecnócratas, hombres grises operando cuentas bancarias desde las sombras;
nadie puede llamarse a sí mismo “maldito” sin hacer el ridículo o sin quedar en
evidencia como una figurita de marketing. De todos modos, los escritores
verdaderamente malditos suelen pasar inadvertidos, son casi invisibles,
etéreos, como si no hubieran tenido una existencia real, como si fueran sólo
creaciones literarias, monstruos imaginarios. Pienso en tipos como Walser o
Pessoa, que estaban completamente fuera de este mundo, pertenecían a una esfera
casi sobrenatural. Y sin embargo, escribieron, publicaron algunos libros, se
las arreglaron de algún modo para estar entre nosotros. A lado de ellos, al
lado de Walser o de Pessoa… No sé, todo el resto, el elenco de malditos
oficiales, parece un poco sobreactuado: Baudelaire es sólo una vedette
narcotizada, Rimbaud un niño genial y chapucero…
¿Ha leído a Fernando Vallejo? ¿Le gusta? ¿Le parece un escritor
maldito?
Lo leí poco, La virgen de los sicarios, El
desbarrancadero, esa biografía de José Asunción Silva, Almas en
pena, chapolas negras, absolutamente maravillosa. Me parece un gran
estilista, tiene al menos una gran conciencia poética de la lengua en la que
escribe; tiene un estilo, quiero decir una página suya es reconocible a simple
vista por el ritmo, el vocabulario, la voz… algo que no es muy habitual en la
narrativa que se hace actualmente, donde uno puede con mucha facilidad
intercambiar una página de un autor con la de otro, sin que nadie advierta la
diferencia. En eso se lo podría comparar con Céline ¿no?, salvando las
distancias. Digo: en la conciencia radical de la lengua. ¿Por qué pensás que
Céline es tan execrable para la república francesa? ¿Por haber escrito unos
panfletos antisemitas, por haber sido colaboracionista? Nada de eso, yo creo
que era (y sigue siendo) un maldito por su conciencia visceral y su absoluto
dominio de la lengua en la que escribía. En ese sentido, Flaubert también era
un maldito. Y lo fue, sin duda, en nuestra lengua, Cervantes… Ahora, volviendo
a Vallejo, no tengo muy claro cuál sería su parte maldita ni cuál es su
enemigo: ¿la iglesia católica, los narcos, Darwin? Quizás su única maldición
sea haber nacido en Colombia. Muy bien, sí, pero en ese sentido ¿quién no es
colombiano?
Por otro lado, está lo que te decía antes, el tema de la invisibilidad.
Para ser un maldito en estos momentos habría que ser invisible, pasar por esta
vida casi sin dejar rastros, salvo un baúl repleto de manuscritos, abandonado
en algún altillo lleno de telarañas y trastos viejos. Hace poco viajé a Lisboa
y me encontré con el aura de Pessoa en cada esquina. Es una ciudad hecha a la
medida de su genio, una ciudad detenida en el tiempo, con una luz muy vívida,
misteriosa, esperpéntica, casi surrealista, como un álbum coloreado para niños,
pero con dibujos de Xul Solar. Tiene una impronta masónica muy clara, en la
arquitectura pero también en el temperamento de la gente, todo el mundo parece
pertenecer a algún tipo de hermandad secreta, todo el mundo se llama Campos,
Soares o Caeiro. Una ciudad ideal para volverse invisible, para no ser nada ni
nadie, para refractarse sólo en el propio trabajo de la imaginación y la
escritura, que es lo que hizo Pessoa, y que es lo que hacen –en la medida que
su situación económica y su vanidad se los permite— la mayoría de los poetas.
En cualquier caso, Pessoa excede el territorio de la poesía y de la literatura.
Yo creo que dentro de unos años será reconocido como uno de los grandes
teóricos del siglo pasado, en el mismo plano que Freud o Marx, por decir algo.
De hecho, a su modo, Pessoa también se plantea el problema de la esclavitud.
Creo que la heteronimia no es meramente un recurso estético, es también un gran
descubrimiento científico; ofrece un modelo psicológico y un método filosófico
para liberarse de la esclavitud del yo, de la esclavitud del deseo y del
dinero, e incluso de esa otra forma de la esclavitud llamada literatura.
¿Considera la literatura como una forma de esclavitud? ¿En qué sentido?
Bueno, quizás no exista ninguna forma de socialización que no esté
determinada por la esclavitud. En la medida que es también una actividad
social, la literatura implica una especie de esclavitud solapada. Lo increíble
de Pessoa es que haya prescindido de todo, incluso del status social que podía
otorgarle su enorme talento literario. Del mismo modo, es prácticamente
imposible detectar en su obra algún tipo de “deferencia hacia el lector”, no
hay guiños de seducción, ninguna interés por el afuera, algo que sólo se pueden
permitir los genios o los locos; todo lo que no tuviera que ver con su teatro mental,
con su poderoso universo imaginario, le resultaba impuro o degradante. Como los
epicúreos, Pessoa pensaba que la única manera de liberarnos de la esclavitud es
purificándonos de nuestras pasiones, cultivando el desapego absoluto. Álvaro de
Campos dio una definición perfecta de esa esclavitud social y metafísica a la
que todos estamos condenados: “vivir es pertenecer a otro. Morir es pertenecer
a otro. Vivir y morir son la misma cosa. Salvo que vivir es pertenecer a otro
de fuera y morir es pertenecer a otro de dentro.”
El ingeniero Álvaro de Campos encajaría perfectamente en el perfil de un serial
killer, ¿no? Anoche, mientras cenaba, vi un episodio de esta serie que se
llama Mentes criminales, donde suelen poner epígrafes muy
interesantes; no recuerdo a quién pertenecía la frase que citaban en este
capítulo, pero creo que a Pessoa le habría encantado; decía algo así: “mientras
no comprendamos el motivo por el cual un niño, subido a una calesita, sonríe a
sus padres en cada vuelta –y el motivo por el cual sus padres también le
sonríen–, no sabremos nada del comportamiento humano”. ¿Qué diferencia hay
entre ese niño sonriendo en la calesita y una ardilla que gira en una rueda y
cada tanto se detiene a olisquear el aire? ¿Qué diferencia hay entre esa rueda
y la rotación de la tierra? ¿Y entre la sonrisa de los padres de ese niño y los
ojos de los científicos que estudian el comportamiento de la ardilla? ¿Y entre
la mirada de los científicos y la mirada de Dios? Quiero decir: en tanto somos
esclavos de un pathos, nuestro comportamiento es tan predecible
como la sonrisa de un niño en una calesita, o el modus operandi de un asesino
serial. No obstante, la oscuridad del alma es insondable.
Antes habló de una “conciencia poética de la lengua” como un factor determinante
para la escritura. ¿Podría ampliar este concepto?
Me refería a lo que es posible sentir y pensar dentro de los límites
concretos de la propia lengua. Ahora bien, dichos límites son
bastantes imprecisos, ya que no tienen nada que ver con las normativas
estipuladas por la gramática; son como las manchas de nacimiento de cada
persona, que sólo pueden detectarse en la intimidad. Es quizás lo que antes
solía llamarse “el genio de una lengua”, y que viene a ser ese temperamento
natural, inconfundible e intraducible, que se manifiesta en lo más espontáneo
del idioma. Viviendo acá en España, a menudo me ocurre tropezarme con las
múltiples caras de este esquivo “genio de la lengua” en cuestiones muy
elementales que hacen al vocabulario de la vida cotidiana. De pronto, me
encuentro en una verdulería, pensando en la palabra “ají” o “morrón”, y debo
traducirla de inmediato a “pimiento”, porque si le dijera a la verdulera –que
para colmo es rumana – “deme unos ajíes rojos”, probablemente no entendería a lo
que me refiero. Y sin embargo, “pimiento” o “guindilla”, para mí son palabras
que no pueden significar nada, palabras abstractas, sin voz ni resonancia
alguna. O de pronto entro a una carnicería y pienso, saboreo la palabra
“achuras” –que acá, creo, es lo que llaman “casquería”–. Para una mente
peninsular, “achura” no representa nada. En cambio, a mí me suscita infinidad
de cosas, desde sensaciones infantiles hasta ideas puramente retóricas o
literarias.
Pero conviene tener mucho cuidado con esto del genio de la lengua, puede
conducir fácilmente a puntos de vista extremos, a la xenofobia y la exaltación
patriotera del carácter local, e incluso a cierto casticismo
disfrazado de populismo, o al revés. No hay nada más patético que el filólogo
canchero, ¿no?, el académico que se las da de pícaro, que cree estar al día con
el lenguaje de la calle y que pone a Catulo a la par de Ringo Bonavena. Yo tuve
un profesor de clásicas que era un poco así. Podía analizar una égloga de
Virgilio con una erudición apabullante, y al mismo tiempo… no sé, ponerse
a ponderar las virtudes del fernet con gaseosa, o a hablar del “estilo” y las
ocurrencias de tal o cual comentarista deportivo, como si se tratara de un
fragmento de Safo. Sonaba ridículo, impostado, lo mismo que si Ricky Maravilla
se pusiera a discutir sobre mimesis y catarsis en la tragedia ática. Hay que
andar con mucho cuidado con estos académicos que quieren encubrir su verdadera
laya y terminan envenenando el noble vino romano con bebidas indigestas. De
todas maneras, habría que hacer la prueba de encerrar al genio de la lengua en
una botella de fernet, o mejor: en una de esas potentes “jarras locas” que
tanto le gustan a los pibes… Después de eso, seguro, sale hablando latín a la
perfección.
Cambiando de tema, en su primer libro de poesía, Juegos
apolíneos, usted hace una relectura muy personal de los mitos griegos.
Algunos críticos han señalado la influencia de Cavafys…
Puede ser, una suerte de Cavafys de garage. Me gusta mucho Cavafys, pero
creo que mi libro estaría más bien en las antípodas de esa visión del mundo
clásico, tan correcta y pulida. Sin duda, a Cavafys le habrían espantado los
artefactos mitológicos, medio gongorinos o prerrafaelistas, que me inventé yo
en esos poemas. Ahora, visto a la distancia, me parece que es un libro
demasiado artificioso, me parece que se me ve fue la mano con el yeso y los
arabescos arcaizantes. Sin embargo, por debajo de ese dibujo medio barroco de
dioses alterados y de incidentes paganos, vislumbro una sintaxis diáfana,
austera y bastante lineal a la que siempre, de un modo u otro, estoy volviendo…
No tiene nada que ver con tu pregunta, pero me acuerdo algo que
Canetti dice acerca de Kafka, algo que leí esta mañana y que me quedó dando
vueltas en la cabeza. Canetti dice que a Kafka lo recorre una especie de
“debilidad sonora”, una debilidad que es “una renuncia al más allá”. Dice que
lo que en verdad se oye en la obra de Kafka es “el sonido de la renuncia”. Me
parece que el aprendizaje de la escritura pasa por esa “debilidad sonora”, que
uno sólo puede alcanzar en la renuncia –sobre todo en la renuncia a la poesía–.
Pero, son pocos los que pueden alcanzar ese autodominio en un primer libro,
¿no?
Usted publicó su primer libro en 1998. ¿Se siente parte de la generación
del 90?
A estas alturas, te diría que la generación del 90 es sólo un
disparate de Beatriz Sarlo, una mujer que padece el síndrome de Stendhal, pero
aplicado a los shoppings, a los volquetes de basura y las leyes de
flexibilización laboral. Una buena parte de lo que se llama “generación del 90”
existe gracias a los devaneos teóricos de Sarlo en torno a los shoppings y la
feria boliviana de Liniers. Son estos que ahora se proclaman en la “tendencia
materialista”, a los que les encanta tocar el arpa sociológica y cuyo
bolchevismo real no supera el de la mesa coordinadora de Franja Morada. Si lo
más cerca de la izquierda que estuvieron fue en un recital de los Redonditos de
Ricota. ¿Qué película soviética están viendo? Pasados los cuarenta años, creo
es muy difícil tener una postura verdaderamente personal en poesía y mantenerse
lejos de la seducción del poder, por más irrisorio que sea el poder del que
estamos hablando. Lo más fácil es aprovecharse del contexto, sobre todo si el
contexto es bastante precario como ocurre en la actualidad, y desde ahí sacarse
la foto. A mí me parece que en el concepto de generación sólo se escudan los
pusilánimes y los mediocres.
Usted ha escrito también crítica, recientemente compilada en El
oído del poema. ¿Piensa que la poesía y la crítica son actividades
complementarias?
Creo que la intuición creadora y la mentalidad crítica son una sola, no
están escindidas, al menos no en mi caso. He escrito crítica con el mismo
instrumental y con la misma energía que utilizaría al escribir un poema. No
podría hacerlo de otra manera, ya que no soy un crítico convencional. Al
margen, disfruto mucho con la crítica inglesa, desde Samuel Johnson hasta Cyril
Connolly. Es un tipo de crítica que prescinde de toda jerga teórica; tiene un
tono muy próximo, casi conversado, cierta fluidez y esa como ligera elegancia
que raras veces se aparta del sentido común, y que nada tiene que envidiarle a
la prosa de ficción.
También ha realizado algunas traducciones de poesía. ¿Cómo le resultó la
experiencia?
Creo que “experiencia” es un término muy justo para referirse a la
traducción de poesía, en el sentido que es todo un viaje, una aventura que
rebasa las fronteras habituales y profesionales del campo estricto de lo que se
entiende por traducción. De hecho, se habla del “poema traducido” como una
modalidad específica, un subgénero dentro del discurso poético. Me parece que
hay algo de verdad en esto, porque quien intenta traducir un poema, además de
afrontar los típicos percances que conoce cualquier traductor, tiene que lidiar
con el substrato último e insondable de una lengua, que es su musicalidad
propia, su genio natural, su fisonomía más oculta. Por cuestiones
prácticas, un traductor común tiene que pasar por alto ese problema, porque de
lo contrario podría perderse en el fondo oscuro del estanque. En cambio, la
poesía invita a aventurarse al fondo del estanque, no se contenta sólo reflejar
lo que ocurre en la superficie. En este sentido, Holderlin es un referente
insoslayable; los grandes teóricos de la traducción (Benjamin, Steiner, etc.)
citan a menudo sus versiones de Sófocles y Píndaro como un paradigma de
adherencia total a la sintaxis y la música del griego. Esta adherencia total
sólo resulta posible a costa de sacrificar la inteligibilidad semántica y la
lógica normativa de una lengua. Holderlin pagó con la locura y la burla de sus
contemporáneos el hecho de aventurarse en ese territorio prohibido y
completamente ajeno a la mayoría; para entender sus “transiletraciones” del
griego al alemán, para entender su propio dialecto “ático”, hubo que esperar al
menos doscientos años, hasta la aparición de Celan, cuya poesía parte de ese
mismo precipicio “esquizofrénico” que Holderlin sondeó en la época del romanticismo.
Maurice Brosandi Betancourth
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